Por Jaime Buenahora Febres-Cordero
El Museo de Historia de San José de Cúcuta
Estamos a escasos años de conmemorar el tricentenario de la fundación de Cúcuta. Todo comenzó el 17 de junio de 1733, cuando una venerable anciana, doña Juana Ranjel de Cuéllar, suscribió desde su hacienda de Tonchalá y ante el alcalde de Pamplona, don José Antonio Villamizar, la escritura pública de donación de media estancia de ganado mayor.
Desde entonces, generaciones y acontecimientos han sido gestores de su historia, como el título de “Muy noble, valerosa y leal Villa”, que le otorgara el rey Carlos IV en 1792, justo el año del nacimiento de Santander; la lucha por la Independencia, la victoria de Bolívar en 1813, el Congreso Gran Colombiano de 1821 y la primera Constitución de nuestra vida republicana; en fin, episodios que marcaron a nuestros antepasados, y forman con orgullo nuestras raíces.
Hoy está terminando la Semana Santa de 2028, y acabo de salir, junto a una pareja de amigos de otra ciudad, del Museo de Historia de Cúcuta, que está ubicado en el antiguo Palacio Nacional, edificación que fue restaurada conservando su arquitectura original. Alguno de sus hijos, ya en los 15 años, preguntó todo el tiempo.
Tuve que explicarle que, en medio de serios problemas que tenía la ciudad hace 5 años, como los de pobreza, informalidad, inseguridad y caos vial, que resumían el desorden colectivo, la Alcaldía de entonces había comenzado a trabajar en el Museo, entendiéndolo como epicentro del sentido de pertenencia, porque no era incompatible abordar esa tarea en simultaneidad con otros desafíos sociales y económicos.
Me preguntó por el origen de los museos, y le conté que, según los arqueólogos, fue la princesa Ennigaldi, hija de un rey babilónico, quien organizó la primera colección de artefactos hace 2.500 años; pero que, en sentido moderno, el Renacimiento maduró el concepto; que el British Museum abrió puertas en 1759, aunque solo para las élites; y, que los revolucionarios franceses en 1793, sentaron para siempre la idea de que los museos debían ser espacios para toda la población, poniendo El Louvre a su disposición. También le conté que, aunque los grandes museos albergan conocimiento, resumiendo la historia de los pueblos, unos cuantos despliegan excentricidades, como el Museo del Pelo en Capadocia, o el de las Relaciones Rotas en Zagreb.
Recorrimos las quince salas del Museo, y las preguntas del joven continuaron sin interrupción. Hablamos del origen de nombres como Cúcuta, Zulima, Tonchalá, Zulia, y Guaimaral; del sitio de la ciudad en la Guerra de los Mil Días, del Ferrocarril de la Frontera, y del Tratado de Límites de 1941 entre Colombia y Venezuela; de Santander, González Valencia y Barco; de la fundación de La Opinión, de la crisis del comercio de 1983, y hasta del concierto “Paz sin Fronteras” de 2008 y las olas migratorias venezolanas recientes, que profundizamos mediante testimonios, fotografías y documentales.
El tercer piso del Museo contiene dos secciones. Una de carácter sectorial, en alusión al comercio, las artes y letras, la música, el deporte, y las costumbres familiares y callejeras; recuerdo que me preguntó por qué celebramos el Día de la Madre el último domingo de mayo. La otra sección, más de etnología, recuerda los indios Cúcuta, Chitareros y Motilones-Barí. Sobre los Cúcuta, les hablé de sus extensas plantaciones de cacao, mientras que de los Chitareros evoqué los relatos de William Ospina en su novela Ursúa, fundador de Pamplona; y, de los Motilones-Barí, les expliqué su hermosa leyenda del Farol del Catatumbo, ese fenómeno natural que siempre han considerado resplandor eterno para rendir tributo al Creador.
Fueron tres horas de recreación y aprendizaje. Me sentí súper orgulloso de mis raíces cucuteñas, y de haberles mostrado a mis amigos un pedazo de nuestra historia. Se fueron felices, convencidos no solo de que aquí había nacido Colombia, sino de que la pujanza de sus hijos parecía no tener límites.